La argentina late, como posibilidad y esperanza, en la mayoría de los habitantes de este mapa militar, de forma rara, de forma resultante, imprecisa si se le conocen las fronteras de carne y hueso. Conmueve. No en el sentido peyorativo, que lo tiene, de lo conmovible. Que es tanto lo opuesto de lo cognoscible cuanto un registro mas sensible para abordar, precisamente, lo cognoscible. Ok, voy a hablar en castellano. A veces, en este, mi blog, no lo hago, eso de hablar en castellano, porque no tengo tiempo. Otras veces, esta madrugada de lluvia, con los motores existenciales a pleno -los celos, por ejemplo, que patadón inspirativo generan, si supieras, vida ajena, las cosas lindas que surgen de los sentimientos miserables que a todos nos brotan- puedo tomarme un mate en la antesala del razonamiento.
Un tucumano no se siente del todo, sino como posibilidad, un argentino. Un formoseño es casi tan paraguayo, los une el desprecio de las metrópolis, cuanto argentino. Un jujeño sabe tanto de la ausencia de salida, al mar y al beneficio simbólico del muelle, como un boliviano. Un sureño es apenas sur. Nuevito. Chileno. Un entrerriano está más cerca de Uruguay y la independencia nacional, o sea, la desobediencia, que las infamias resultantes del presente.
Me la fuman los cuadros sinópticos de ese oficio bajo, devenir de los cortesanos del rey, que es la sociología electoral. La patria, como promesa, contenida en la escolarización del mapa militar, late como posibilidad. Incluso en los familiares y sobrevivientes de los Correntinos que pelearon la guerra porteña contra Inglaterra por extender, hay que decirlo, los puertos.
La guerra por Malvinas la peleó Corrientes, la recuerdan todas las provincias, todos los municipios, cuanto más lejos del prestigio de las metrópolis una escuela, más recuerda esa intuición de patria, esa guerra de mierda, esa herida que para mí, que no tengo deudas generacionales sin saldar, es una reverenda y obispa porquería.
Cuando para mear me paraba en puntas de pie y me bajaba los pantalones con urgencia de puta por debajo de la cola la Argentina era una lección de la escuela. Cuando fui chico, cuando fui niño, cuando fui pibe, no fui argentino, fui gurí. Y la palabra fuí aún llevaba acento, según la Real Academia Española. Que excomulgó el acento de fuí. Que ya fué.
En la escuela esas palabras llevaban, entonces, acento.
Yo fui un pibe rosarino que jugaba a la pelota frente al monumento a la bandera. Y después un gurí entrerriano que rezaba a la virgen. Yo nunca fui argentino. Hasta la adolescencia.
Los argentinos, a menudo, expatriados que buscan un futuro personal mejor en los puertos, de Reconquista a Santa Fe, de San Juan a Córdoba, de Tucumán a Salta, de Tierra del Fuego a Neuquén, de Santiago del Estero al boliche de Palermo donde toca el chamamecero ciego las coplas del olvido. Antes iba a la peña clandestina que estaba frente a casa. Después, echaron al chino K, que está a la vuelta ahora, demolieron la casona del Carapintada, que solía contratar pendejas de 15 años del conurbano como meseras, que se las cogía y echaba a la semana, mientras los santiagueños hijos naturales de la oligarquía provincial declaraban su melancolía a la guitarra y los baffles. No está, ya, esa peña clandestina. Escribo en una mac que no entiendo, los acentos a veces no me salen, pena y peña.
La Argentina es una posibilidad, no es un concluido del mapamundi.
Soy de los tiempos donde existía el globo terráqueo, que hacían traer de la biblioteca, para mostrarlo y enseñarnos que veníamos de los barcos y derivar, preciosuras de manchas, nuestros apellidos a un montón de pagarés lejanos y ausentes.
No había, en mi clase, hijos de negros. Hijos de indígenas. Ni hijos de puta.
Esta era del GPS es mejor. Sin dudas. Aunque a veces, como terror existencial, pienso la poética imposible de la desaparición del hombre, subsumido en las máquinas y fibras ópticas y óptimas de panópticas, viejos cagazos de la literatura de ciencia ficción, que han tenido demasiada ciencia y poca ficción.
Después, amanece. Con una tristeza infinita.
Un día más. Todavía. Con la épica torpe del amanecer.
La patria son los propietarios. Cuando se acercan al puerto son mas patria. Cuanto mas conocen Miami, sus extranjerías de ocasión, de no lugar, mas patriotas son. Como posibilidad quedamos todo el resto. La Matria, la Patria y el Paria.
Me encuentro asqueado. Del cigarrillo. De coger. De la noche. De los excesos. De los exagerados. De los postulados terminantes entre gentes que después se saludan, intercambian fama, arreglan difamas, difamaciones, manguean prestigio, patrullan al contado a quien le señalen como el próximo enemigo. Tengo un cansancio moral y pulmonar de la puta madre. Un ahogo parricida de mis propios mitos éticos. Tengo una necesidad de ruptura. Una vocación de andariego. De cruzar límites. De irme a la mierda. De repensar hasta la manera de prender la estufa. De encender la cocina. De quedarme, unos minutos, con el dedo índice, apretando el botón rojo del viejo calefón de mi casa en Paraná. Ustedes que son Miami, que son puro presente, ustedes que venden, si hace falta, hasta la madre por un favor en el repechaje del orgullo idiota, ustedes, ahora, ya, acá, pueden irse a la reverenda y suboficial mierda. Tengo ganas de mirar la lluvia. Deshacerme del balcón. Salvar un pajarito con las alas heridas, cosas cursis, pequeñas pero que me devuelvan un poco de patria, algún sentimiento, precario aunque sea, de pertenencia. Alguna raíz. Un apellido moral, Que me toque una parte. En esta noche desesperada donde me doy cuenta que me quedé sin nada.
Y me chupa un huevo.
La patria es otra cosa, un apellido literario.
Se sienten, los propietarios, argentinos, en una tierra extraña.
Nos odian.
Por provincianos.
Nos odian por que a nosotros, en el barrio, nos quieren.
Nos detestan, con rumores, por saber hacer literatura de nuestra única vocación sincera: ser atorrantes hasta el colmo de exigirle a dios, en el juicio final, un abogado pagado por el estado. Dada nuestra pobreza de espíritu. Por ser tan perdedores. Por estar colados, nosotros, de cabotaje, por estar colados en este mapa militar que representa su país, ese que miran, cuando lo miran, si el ministro de economía, por ejemplo, devalúa; ese país que nos pertenece a todos siempre y cuando yo trabaje para ustedes. O yo trabaje como quieren ustedes. O yo trabaje, según lo que ustedes consideren trabajo.
Váyanse a la mierda.
Antes de que yo entre en la chicanía de la renta y, al lado de su violento cuero rentístico, prestigiosa tasa de ganancia. Antes de eso. Visceral: váyanse a la mierda.
Hay una esquina, allá en Paraná, donde volví, después de haberle sido infiel y contado, por compulsión, adolescente (cuando las dudas desesperadas todavía tenían misterio donde hoy hay naftalina) donde volví con Isabel. Duró un día, creo, ese retorno, equivocado, al noviazgo nuestro. Tan imposible. Y tierno. Descubriendo los pliegues secretos del mundo y de la sexualidad. Es el casi único amor total que nunca me cogí. Lástima que la encontré, muchos años después, ya gobernaba el presidente Kirchner, ella vivía en Neuquén, era gorila, claro. Y me hablaba desde lejos, aunque tenía, pegadas, las tetas que cuando la amé eternamente no le habían crecido. Al contrario. Eran una cereza de pezones rojos, no rojos intensos, sino el entremedio del rosado, se excitaba, como yo, desesperadamente, pero ella era señorita, yo no me daba cuenta. No tenía herramientas epistemológicas para saberlo. En esa esquina, se hizo la patria. La única patria por la que lucharía.
Aunque era tan lejana.
Tan distinta.
Se le había parado la nariz.
Tiempos que pasaron, ahora, naufragan por el imposible de los cielos. No puedo resignarme a que la historia de nuestro cuerpo se vaya agotando con su paulatina degradación.
Místicas viejas.
Es, en el fondo, deseable, que estemos lejos de ese tiempo transcurrido.
Supongo que mi compulsión a narrarlo es por que quiero, solamente, impedir que sea, que haya sido, en vano. Una manera de trascender la muerte, de a poquito, que es cada cumpleaños.
Dónde, si nosotros, nuestros antecesores, los que recordamos, porque nosotros inventamos la historia, todavía más heavy, inventamos la historia objetiva, dónde quedaría, perdido en la muerte tortuosa del olvido, donde quedaría este cielo sino existiera la fotografía, el cine o la literatura. En ninguna parte.
Es, acaso, pregunto, este cielo parte de la patria.
Me cuesta creerlo.
Probablemente este cielo, rojo furioso y con truenos y lluvias, sea solamente, la posibilidad de saber, eso que a veces olvidamos: estamos vivos. Y hay que hacer algo con eso. Con lo que han hecho de nosotros.